Enrique Trogal

    Enrique Trogal

    Enrique Trogal viene al mundo en la ciudad de Cuenca ese año tan importante en que Marilyn Monroe se enamoraba en cinemascope de Robert Mitchum sobre un río muy revuelto y Joan Crawford le pedía una mentira bonita a Sterling Hayden; ese año en que Alida Valli restregaba toda su reputación austrocondal por las callejuelas milanesas buscando como una loca a Farley Granger, y James Stewart, indiscreto en la ventana, espiaba cómo Mankiewicz iba escorando a Ava Gardner para componer un plano con Humphrey Bogart, con quien, de todas formas, no se casaba. Luego se leyó a Garcilaso y Ronsard, tras Homero y los trágicos griegos, John Donne, Keats, Blake y Elizabeth Barret Browning, Baudelaire y Nerval, Gimferrer, Brines y Luis Cernuda. Marcado, sin duda, por todo ese planetario metarreal, Trogal se muestra enseguida poeta impaciente y saca de la imprenta su primer libro, «Desde lo hondo de las campanas», en 1972. Desde entonces no ha parado de componer en verso, en prosa y en cuaderna vía.
    Licenciado en Historia Antigua y Medieval por la Universidad Autónoma de Madrid, comienza como eventual documentalista para los trabajos arqueológicos en el Castillo de Moya (provincia de Cuenca), prueba como profesor sustituto la dura experiencia de la enseñanza, vive cuatro años como DUE en hospitales y Centros de Atención Primaria de Gran Canaria, sobre todo en Las Palmas de Gran Canaria y San Bartolomé de Tirajana y tira las maletas para acabar su aventura profesional como funcionario europeo en la Unidad de la Traducción Española del Tribunal de Justicia de la Unión Europea en Luxemburgo; así, pudo cantar confundido como uno más el lamento del coro de los hebreos con el “Va, pensiero”: O t’ispiri il Signore un concento/ che ne infonda al patire virtù… hasta alcanzar el jubileo, muy bien ganado. Y sin dejar de escribir. Para dejar testimonio en cada tiempo y en cada lugar de su dura trashumancia, de los pasos peligrosos, de los amoríos aventureros, del trato, a veces híspido, con las personas humanas, del gozo indescriptible del teatro, y de la realidad que chorrea de nuestras costuras como una viscosa criatura de Lovecraft. A través de fantasías, invenciones y autoficción, con la pluma siempre en la mano como quería Cervantes y un soneto preparado en la cartuchera métrica.