Pesadilla en el parque
Y sin embargo, contradiciendo a todas las evidencias, el parque está ubicado en el mismo centro de una pesadilla. Una mal sueño inteligente, moroso, emocional, que el autor teje con pericia y tensión. Donde los protagonistas no parecen ser capaces de desligarse de una desdicha propia, casi legendaria, de consecuencias funestas. Un mundo ficcional a caballo entre las fábulas urbanas de Paul Auster y las terroríficas de Stephen King, con algo de novela negra sin detective, noir vecinal, donde todos son víctimas y verdugos. Un universo del que parece imposible escapar indemne.
La sexta novela de Iriarte se lee en un suspiro. Un suspiro quejumbroso, eso sí, uno va padeciendo por el devenir de los tres protagonistas de la misma y sus múltiples tormentas. El viejo Alberto y el trauma del abandono de su mujer, David y el peso del recuerdo de su hijo muerto y el celo con el que guarda al gemelo superviviente, Esther, la bibliotecaria manca que recuerda a alguna de las protagonistas de Martín Garzo, y su deseo desesperado por ser madre. Personajes de ficción, sí, pero terriblemente humanos, atados a un destino trágico que parecen buscar inconscientemente, al que se van acercando a lo largo de las páginas en una novela que es realista y alucinada, local y universal, con algo de perversa suite francesa en la perspectiva alternada que presenta su armazón, de carrusel maldito.
En efecto, los personajes van turnándose el protagonismo en capítulos alternos, van ganando espesor y hondura mientras se acechan y barruntan como aquellos personajes de Shakespeare que se convencen a sí mismos de la necesidad de su maldad. O aquellos otros de Onetti, que se dedican a esperar y pensar lo peor mientras la rueda de la vida sigue girando, aparentemente ajena. Somos lo que nos contamos de nosotros mismos y lo que pensamos de los demás, y lo que se cuentan los protagonistas de la novela no es nada bueno. Pero la mirada de Iriarte no es absoluto hostil. Su novela tiene uno de los dones más importantes de la gran literatura –tal vez de la gran vida– aquel que permite la compasión para con todos sus personajes, la escritura del autor permite que empaticemos delante de la mente del enfermo, del herido, de que entendamos sus razones equivocadas, sí, pero genuinas y comprensibles. En ningún momento los personajes son juzgados con condescendencia o capricho. Hay una mirada omnicomprensiva de la que tal vez se derive una lección moral: todos somos los heridos, todos podemos ser víctimas y verdugos.