Sobre las honestas reflexiones de Fernando Mañogil en Derramado en el cauce
Si hay una palabra clave en este libro es la de “esperanza”. Su reiteración es llamativa, así como ocasionalmente el empleo de su reverso: la desesperación. Pero esa palabra, esperanza, no está usada, como esperaríamos, en sentido positivo, como lenitivo del dolor concomitante a una vida que a menudo nos decepciona, sino que es vista como una inútil y engañosa muleta existencial. Esta valentía al descalificar ese sentimiento tan aparentemente benigno como es la esperanza, de inmediato me recordó una lectura que hice hace bastantes años, la del libro del filósofo francés André Comte-Sponville, cuyo provocativo título era: La felicidad, desesperadamente. La tesis del mismo intentaba demostrar que, quien tiene necesidad de esperar algo, no es feliz, no está en absoluto colmado. En su atrevimiento, iba más allá, al afirmar que es feliz el que está desesperado, quien no necesita esperar nada pues siente que ya lo tiene todo. Según Sponville: “Lo contrario de esperar es conocer, actuar y amar. Esta es la única felicidad no fallida”. Pero me temo que el filósofo francés resulta demasiado “esperanzador” para nuestro autor. Su libro acaba resultando previsiblemente optimista, pues, tras sacudir a los lectores, tras desestabilizarlos, les ofrece una claridad, una solución. Fernando Mañogil, por su parte, rehúye todo asomo de complacencia, elude indicarnos una luz constatable; por el contrario, siste en una sola y global visión, la que nace de su descreimiento, una actitud que deviene una compleja forma de rebeldía, un atrevido ejercicio por el que se entrega a desenmascarar las creencias más consensuadas, a derribar las paredes con las que nos protegemos de las inconvenientes verdades hasta quedar expuestos a la intemperie de las incertidumbres.